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El camino hacia la vocación: el arte de conectar con nuestros trabajos

Para la mayor parte de nosotros, el trabajo rige una gran parte de nuestro tiempo y también de nuestra energía mental y física. La influencia del trabajo se extiende mucho más allá de los límites del tiempo efectivo que pasamos trabajando: nuestra educación, nuestro tiempo libre, el tiempo que le dedicamos a las personas que nos importan e incluso nuestra propia salud giran con frecuencia en torno a nuestra actividad laboral pasada, presente o futura.

Cuando empecé a investigar este tema desconocía completamente las profundidades a las que me conduciría y que van mucho más allá de cualquier actividad laboral. Entender qué convierte a un trabajo en una vocación (o más modestamente, en un buen trabajo) requiere comprender, aunque sea superficialmente, cuáles son nuestras necesidades esenciales como seres humanos. Por lo tanto, un buen trabajo es simplemente aquel que nos ayuda a satisfacer nuestras necesidades: las más externas y evidentes (alimento, salud, seguridad, reconocimiento) pero también las más íntimas (desarrollo, conexión, integración y sentido). Dicho de otra forma, un trabajo que se convierte en vocación consiste en una actividad completamente integrada en el conjunto de nuestra vida y que nos permite expresarnos honestamente y desarrollarnos como seres humanos.

PASIÓN Y VOCACIÓN

Durante estos últimos años de estudio, a menudo he descubierto en la literatura y el discurso sobre la vocación una cierta tendencia a identificar la vocación con la propia vida. Creemos que una vocación debe expandirse y ocupar prácticamente la totalidad espacio de nuestra existencia. Con mucha frecuencia se asocia “vocación” con “pasión”, llegando a intercambiar ambos términos. Aquellos que lo hacen, aconsejan seguir la pasión como la luz que nos debe guiar hacia y durante el desempeño de nuestra vocación.

A medida que he ido profundizando en el tema he descubierto que existen muchos paralelismos entre la vocación y las relaciones interpersonales. En nuestro trabajo establecemos una relación entre quiénes somos y lo que hacemos. Como ocurre con el resto de las relaciones, existen algunas que son sanas mientras otras nos perjudican.

De la misma manera que una relación sana (de pareja u otro tipo) apenas puede vivir solo de la pasión, lo mismo ocurre con la vocación. En ambos casos, solo descubrimos si nuestro compromiso es auténtico y honesto en los momentos donde se presentan las dificultades. En esos casos, decidimos continuar una relación no porque sea sencillo, divertido y ni siquiera excitante hacerlo, sino porque para nosotros tiene sentido hacerlo.

Generalmente, las pasiones saludables suelen representar un preludio de todo lo bueno que podemos esperar de la persona o el objeto que las origina. Esas pasiones son intensas, pero por el mismo motivo breves y con el tiempo dan paso otro tipo de sentimientos más atemperados pero también más estables.

En cambio, las pasiones que se perpetúan en el tiempo sin equilibrio ni matices se convierten en obsesiones más o menos dañinas. Si tomamos la pasión como único faro de nuestra vocación, corremos el riesgo de vivir a salto de mata o cautivos de un único aspecto de nuestra vida.

Un buen trabajo así como una buena relación de pareja, lejos de ser algo que “secuestra” nuestra vida, la potencia permitiéndonos desarrollarnos de forma plena y equilibrada. Al igual que una relación sentimental estable, una vocación real demanda interés, dedicación y aprecio sostenidos en el tiempo. Obviamente, también puede encerrar momentos de apasionamiento y de frustración, pero ni unos ni otros son requerimientos esenciales para convertir un trabajo cualquiera en una vocación.

TRABAJO Y CONEXIÓN

He aquí un descubrimiento de lo obvio: un buen trabajo no es el que paga mejor, el que da más libertad y tampoco el que proporciona más reconocimiento y fama. Un trabajo bueno es el que nos permite satisfacer nuestras necesidades materiales e íntimas, ayudándonos a vivir una vida equilibrada y saludable, pero también a establecer una conexión cada vez más profunda y estrecha entre nuestra actividad, nuestro entorno y nuestro propio ser. 

Cuando la conexión es evidente, el trabajo sirve de algún modo para hacer nuestra vida más real. El trabajo es más sano y satisfactorio cuando existe una relación estrecha entre nuestro trabajo y sus frutos, nuestro esfuerzo y su gratificación (que va mucho más allá del dinero). Cualquier trabajo se vuelve más agradable si lo hacemos con nuestros amigos, si nos sentimos acompañados de personas en las que confiamos y a las que apreciamos. En última instancia, el trabajo adquiere una dimensión trascendente cuando nos permite conectar con una realidad mucho más grande que nosotros. Cuando esto ocurre nuestro trabajo se convierte en una fuente generadora de sentido para nuestras vidas.

En un mundo repleto de coaches y manuales para encontrar la vocación, nuestra falta de identificación con nuestros trabajos supone probablemente más un síntoma que la enfermedad. Es cierto, nuestros intereses y autoconocimiento importan para encontrar una profesión que nos satisfaga, pero esta no basta si la mayoría de trabajos a los que podemos acceder convierten nuestro esfuerzo y nuestra relación con los demás en una farsa.

En los dos últimos siglos ha habido una progresiva pérdida de los elementos que durante milenios han dado sentido al trabajo. La remuneración se ha vuelto cada vez más abstracta hasta convertirse en simples números reflejados en una pantalla. También, los procesos de especialización y el desplazamiento de la actividad laboral hacia el sector de los servicios han contribuido a esta pérdida de sentido separándonos del resultado de nuestros esfuerzos.

Durante millones de años los humanos cazábamos, recolectábamos, construíamos, luchábamos o criábamos para sobrevivir. A lo largo de ese periodo, preguntarse si el esfuerzo invertido en trabajar tenía sentido era tan superfluo cómo preguntarse si uno quería seguir viviendo. De la misma forma, el reconocimiento de nuestra contribución por parte de la tribu, lejos de suponer un simple refuerzo emocional, era prácticamente una cuestión de vida y muerte. No es extraño entonces que en muchos de nosotros sobreviva todavía la necesidad de que nuestro trabajo sea reconocido y de que revierta positivamente en los demás, en quiénes quiera que sea que consideramos nuestra tribu.

Esa es la razón por la que, más allá de cubrir las necesidades físicas básicas, un trabajo adquiere sentido cuando nos permite satisfacer otras necesidades importantes: la necesidad de tener una cierta certeza acerca de lo que ocurrirá en el futuro, de sentirse parte de un grupo, de reconocimiento por parte de los demás, de ser útiles y, en última instancia, de que vivimos una vida provechosa. 

Desde la aparición de la agricultura y hasta la aparición del  estado del bienestar, sobrevivir cada vez se ha vuelto más fácil. En los últimos doce milenios de nuestra historia, y de forma muy acusada en el último siglo, trabajar ha dejado de tener cada vez menos relación con la cantidad de años que vivimos y más con la calidad de nuestra existencia. 

Pero parece que por el camino hemos perdido el rumbo. Ahora que trabajar ya no es cuestión de vida o muerte, ahora que vivimos (incluso en estos tiempos confusos) en la era de mayor abundancia de nuestra historia, el trabajo es una fuente constante de insatisfacción e incluso de sufrimiento para muchos. Trabajamos más de lo que nos gustaría, desempeñando tareas que apenas nos interesan, junto a gente con la que mantenemos relaciones superficiales y para las que nos vemos obligados a representar un papel con el que no nos identificamos.  

El trabajo, lejos de enriquecer nuestras vidas, ha ido extendiendo sus redes para adueñarse de ellas. Se ha ido alejando de las necesidades fundamentales para nuestra existencia y desarrollo como seres humanos en pro de la búsqueda de la abundancia y la comodidad.  

Y ahí reside el núcleo de la pérdida del sentido en el trabajo: en la gran desconexión entre lo que hacemos y la vida, la nuestra propia y también la Vida en mayúsculas.  Si bien la búsqueda de la vocación habitualmente se relata como una aventura individual, es probable que sea mucho más que eso. Quizá las crisis de vocación no sean más que una llamada a que volvamos a situar la vida en el centro de nuestra actividad, a que aprendamos nuevamente a recompensar y otorgar reconocimiento por encima de otros a aquellos trabajos que fomentan la vida, la nuestra y la de todos.

Publicado en Artículos

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