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El camino hacia la vocación: el valor real del dinero

Casi todos trabajamos por dinero. De hecho, cuando no recibimos dinero por aquello que hacemos, generalmente dejamos de considerarlo trabajo y pasamos a llamarlo de otra forma: voluntariado, hobby, tareas domésticas, etc.

Ninguna vocación se sostiene si no nos permite cubrir nuestras necesidades básicas (comer, cuidar de nuestras familias, etc.). Un empleo puede poseer todas las demás cualidades pero si esta falta (y eso lo sé por propia experiencia) nuestro trabajo se convierte una forma muy elaborada de esclavitud. Además, un empleo debe ofrecer unas mínimas garantías de seguridad, de lo contrario, la incertidumbre de que podamos garantizar nuestra propia subsistencia puede nublar todo lo demás.

A menudo pensamos que cuanto más dinero nos proporcione nuestro trabajo, mejor será para nosotros. Pero lo que sabemos hasta ahora es que el dinero tiene importancia solo hasta el punto donde disponemos de suficiente como para poder dejar de pensar en él. La curva máxima de la felicidad a través del dinero se alcanza en el momento que no tenemos que revisar constantemente nuestro banco. (1)

Nuestro sueldo, alcanzados ciertos niveles básicos, tiene poco impacto sobre el hecho de que disfrutemos más o menos de nuestro trabajo. Pero en nuestra sociedad un sueldo alto se suele asociar con mayor valía y estatus personal. Eso equivale a un mayor grado de reconocimiento de la sociedad y eso, como seres gregarios que somos, sí que nos importa. Cuando ganamos mucho dinero (de forma legítima, se entiende), la sociedad nos dice que estamos haciendo algo valioso. Esa es la métrica en la que nos hemos puesto de acuerdo. Que realmente sea así, como sabemos, es más que discutible.

Las trampas de la «dinerodependencia»

Pero el reconocimiento de la sociedad en abstracto no cubre todas nuestras necesidades psicológicas y es por eso que la capacidad del dinero para proporcionarnos satisfacción tiene un límite. Existe una gran cantidad de factores relacionados con nuestro trabajo que condicionan la calidad de nuestra vida: la cantidad de tiempo que nos deja disponible para otras cosas, el nivel de estrés al que nos somete, el nivel de realización personal que nos aporta, el tipo de relaciones personales a las que nos proporciona acceso, etc.

Por eso, más que la cantidad, lo que importa es la relación entre nuestro trabajo y el dinero. Cuando trabajamos solo por dinero, tenemos la evidencia de que nuestro trabajo no nos interesa en absoluto. Esto es ya por sí mismo terrible porque ¿quién pasa voluntariamente una parte tan importante de su tiempo haciendo algo que no le interesa? Pero las consecuencias de este tipo de relación son todavía peores porque nos convierte en “dinerodependientes”.

Sin interés, tarde o temprano perdemos completamente las ganas de hacer nuestro trabajo. Cuando el dinero es lo único que nos interesa de nuestro trabajo, ese es el único parámetro que podremos cambiar para mantener a flote nuestra motivación. El dinero que ganamos dejará de parecernos suficiente. Y voilà: bienvenidos al círculo vicioso del materialismo. Gana más para sentirte satisfecho, sube tu nivel de vida y rodéate de lujo y confort solo para descubrir que ni el más pequeño agujero de la insatisfacción interna se puede rellenar con posesiones externas, por más preciadas y lujosas que sean. Pero entonces es cuando descubres que has convertido al dinero en el eje que hace girar tu visión del mundo. Así que recurres al único camino que se te ocurre para tapar el vacío: ganar más dinero.

Pero ¿qué ocurre cuando ni siquiera podemos ganar más? En esos casos, tenemos que buscar una fuente de motivación externa que justifique nuestro esfuerzo (como por ejemplo nuestra familia, nuestros hobbies, etc.) e incluso entonces corremos el riesgo de caer en la frustración o empezar a justificar comportamientos que viniendo de otros nos parecerían inaceptables.

Por otra parte, recibir más dinero (cuando no es algo habitual) activa, de forma para nada sorprendente, los mecanismos de recompensa del cerebro. Recibir un aumento o un bonus nos proporciona un chute de dopamina y, con ello, de placer.

“Si vemos cómo los cerebros de la gente responden prometiéndoles recompensas económicas y dándoles cocaína, nicotina o anfetaminas, los resultados muestran una similitud inquietante”

Daniel Pink, La sorprendente verdad sobre qué nos motiva

El efecto es tan potente que poner el acento en la recompensa puede perjudicar nuestro interés intrínseco en una actividad. Dicho de otro modo, centrarnos en los aumentos de sueldos, en las bonificaciones y otro tipo de recompensas puramente económicas puede provocar que perdamos interés que hubiéramos podido sentir por nuestro trabajo. Y no solo eso, el efecto se produce de forma similar cada vez que nos centramos en un indicador de valor externo a nosotros (como un mayor estatus profesional, fama, poder u otros). Quién lo iba a decir: los bonus pueden llegar a ser perjudiciales para nuestra salud (mental).

El valor más allá del dinero

Pero además de los efectos biológicos y psicológicos que tiene sobre nosotros, el dinero también constituye un mecanismo de feedback que nos permite saber en qué lugar de la sociedad nos encontramos en cada momento. Nuestros ingresos y nuestras posesiones, por más que queramos negarlo, constituyen los parámetros más extendidos para medir la valía y capacidad de una persona y es por eso que nuestro sueldo también sirve para sentirnos apreciados y reconocidos.

Y ahí es donde reside otra de las trampas del dinero. El dinero no es puramente abstracto, sino que también tiene una cualidad social. Por eso nos importa que, además de recibir suficiente dinero, nuestro salario también sea justo. Cuando sentimos que otros cobran más por hacer lo mismo o menos o cuando percibimos que nuestro sueldo no se corresponde con nuestra aportación es muy fácil perder la motivación. En ese momento aparecen patrones de comportamientos perjudiciales para nuestro entorno y para nosotros mismos: pasamos a intentar obtener lo máximo haciendo lo mínimo posible, empezamos a boicotear a la gente con la que trabajamos, etc.

Ese es el motivo central que convierte al dinero en tabú en el trabajo. Todos sabemos de una forma más o menos intuitiva, los riesgos que encierra convertir en pública una información que encierra lo mucho o poco que nos valora un entorno laboral respecto a los demás.

Pero precisamente ahí es donde se encuentra una de las claves para incrementar la calidad de nuestro trabajo: cuando existe una relación transparente entre lo que hacemos y lo que obtenemos, el dinero se convierte en una métrica que nos permite saber si estamos avanzando en nuestra profesión. Aunque los mecanismos de retribución que tenemos ahora son todavía relativamente primitivos, ya que tienden a ignorar muchas de nuestras necesidades psicológicas básicas y hace décadas que conocemos la ineficiencia de la utilización exclusiva del dinero para motivarnos, el dinero sigue teniendo la ventaja de ser la forma más fácil de medir nuestra aportación a través del trabajo.

Poco a poco, cada vez están apareciendo más estrategias que permiten equilibrar el dinero que obtenemos por nuestro trabajo con otros aspectos importantes de nuestras vidas. Empieza a haber empresas que permiten a sus empleados “comprar” tiempo libre con una parte del sueldo, acceder a oportunidades para desarrollarse personal y profesionalmente, que ofrecen mayor libertad para determinar sus condiciones laborales o incluso para decidir a qué causas destinar una parte de los ingresos.

Gran parte de mi vida he demonizado el dinero y eso me ha llevado a despreciarlo con frecuencia. Pero del mismo modo que un martillo es un martillo, el dinero no deja de ser más que una herramienta, si bien cargada de simbolismo. La pregunta es: ¿hemos aprendido a utilizar el dinero para hacer que nuestras vidas sean mejores?

(1) High income improves evaluation of life but not emotional well-being y Happiness, income satiation and turning points around the world

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