“El relámpago incendió el espejo de Noche. Su resplandor revivió la mirada del Hombre Antiguo y la Profecía del Crepúsculo” (Susurros de Naove)
Asómate a un abismo secreto y entrégate al vértigo de las profundidades ignotas desatadas en tempestad. Siente el viento precoz en tu cara que te arrastra al arrullo de las sirenas. Las olas restallan amorosamente en tu soledad crispada y arrolladora y se elevan intentando alcanzar tus mejillas con su espumeante discurso. Tú las acaricias con la mirada y su voz se hace latido y porvenir mientras el horizonte se revela entre la incertidumbre y los anhelos vigorosos de destello somnoliento envuelto en algodón. Imaginas un después, el centelleo de pupilas mortecino desvanecido como el humo del éxtasis. Todavía buscas más allá, pero más allá no hay nada, no hay más fin, ni hay paredes, ni desasosiegos musitados en una oscuridad salada de recuerdos.
Recorres, ansiedad, la actividad dormida de las calles que se mueven al compás de un vaivén ebrio de certezas. Persigues las palabras fugitivas y esta vez quien escapa eres tú, las palabras simplemente son.
Inimaginable un momento en el que el sonoro latido del reloj detenga su camino y reverencie la llegada de Todo, del instante infinito. Cesa el temor, acampan las dudas y queda una certidumbre inaceptablemente sólida. Tras la estela del gesto fugaz, el rastro de la luz crepuscular, el secreto desvela su rostro. Es cierto.
Septiembre de 2001
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